Erase una vez, una loca

Erase una vez, una loca que vivía debajo de un puente en una colosal ciudad. Cada mañana comenzaba muy temprano sus andanzas por las calles recogiendo algún que otro trofeo de entre la basura. Portaba muy elegantemente -a pesar de sus harapos y desaliñados cabellos- unos audífonos bien adheridos a sus sucias orejas. Hablaba sola, tal vez tarareaba las canciones que escuchaba; su mirada se perdía entre sus pasos y sólo alzaba la cabeza para quejarse con el cielo por la lluvia o el fuerte sol. Todas las noches volvía al puente para pernoctar. Su única compañía eran las ratas.


En una ocasión, un curioso le preguntó qué era lo que escuchaba con sus audífonos, a lo que la pobre mujer contestó con una sonrisa algo estropeada: - ¡Nada!

- ¿Nada? -dijo asombrado el curioso, y agregó- ¿entonces por qué usas audífonos?

La loca del puente, no entendiendo la pregunta, hizo un breve gesto de confusión y repuso: - ¿No lo sabes? El mundo está loco. No utilizo audífonos para escuchar algo, lo hago para no escuchar al mundo, porque a los locos no hay que escucharlos.