No es una pluma cualquiera

Había una vez, un Rey que gozaba de gran prestigio y fama por sobre todos los reinos vecinos. Había logrado derrocar a bárbaros y asesinos, estableciendo un tiempo de paz y prosperidad. Las arcas nunca estuvieron tan rebosantes como entonces. Era un Rey muy bueno en el arte de gobernar… bueno para el intercambio comercial, bueno en la conquista de nuevos territorios, bueno en la administración de los bienes… y sobre todo, bueno y correcto al aplicar la justicia. Al menos todo esto se escuchaba en los pasillos del palacio.

Pero mientras él sabía empuñar el cetro, debía su éxito a la ávida destreza de su mano derecha: el escribano real.



Un día, el luto tocó a la puerta del palacio. Había muerto el hombre de confianza del Rey, el hombre más leal y lleno de ciencia que había podido conocerse por aquellas tierras. El Rey convocó a todos los numerarios para competir por la vacante, oficio distinguido que -sin dudas- añoraba cualquier escribano. 

Comenzaron a llegar los hombres más ilustres de todos los pueblos de la comarca; hombres sabios y respetados de entre los que saldría el nuevo escribano real. Lo único que el Rey pedía a los postulantes era un escrito en el que (a manera de balance) se describiera el desempeño del jerarca en sus años de reinado. Sólo había una condición, debían escribir todos con la misma pluma; la pluma del occiso. Por lo que tiempo se llevó recopilar el trabajo de los candidatos.

Al haber terminado el escrutinio, el Rey hizo llamarlos a todos y dio lectura a dos trabajos finalistas. 

El primero rezaba así:

“Nunca antes hemos tenido un Rey tan generoso y bueno. Su Majestad ha logrado formar un ejército de valientes hombres y ha vencido a los enemigos más crueles de todos los tiempos. No hay rincón donde no se hable de su caridad hacia los pobres e indigentes, donde no se mencione su recta justicia y donde no se envidie la riqueza que aquilata a su auténtico gobierno.”

El segundo, que como los demás, había sido escrito con la misma pluma, decía lo siguiente:

“Nunca antes habíamos tenido un Rey tan avaro y vil. Su Majestad ha logrado formar un ejército de cobardes y despiadados ladrones que no han hecho más que matar y saquear como en ningún otro tiempo. No hay rincón donde no se hable de su codicia que hunde al pueblo en la pobreza e indigencia, donde no se mencione las injusticias cometidas hacia los inocentes y donde no se repugne y rechace la miseria que caracteriza a su abominable gobierno.”

Al terminar, el Rey preguntó a la expectante asamblea: -¿Quién de estos dos hombres debe ser el nuevo escribano real?

No se hizo esperar la efusiva reacción: - ¡El primero! ¡El primero!- casi gritaban al unísono.

Alzó la mano enguantada y se hizo un silencio sepulcral. Sacó lentamente un rollo de papel y abriéndolo dio lectura:

“Su Alteza, en medio de esta enfermedad que me hace agonizar quiero dejarle un testamento de incalculable valor. El éxito de su firme e indestructible reinado se lo debe a mi grandiosa pluma. No es una pluma cualquiera, es una pluma que muchos quisieran censurar, una pluma peligrosa sí, que puede destruir a los reyes más poderosos. Es una pluma mágica que tiene el poder de descubrir el corazón del hombre. 
No siempre sus escritos son hermosos, porque con el hombre sincero no adorna las palabras y lo que escribe nos parece duro, feo o grotesco. En cambio, en manos del embustero esta pluma se luce en artificios y en falsos elogios.
Todos los escribanos del reino conocen bien sus secretos, sus turbios negocios y su mala reputación. Si quiere tener un siervo leal como he intentado serle yo durante toda la vida, use esta pluma mágica con los aspirantes al oficio, y Su Majestad -que conoce mejor que nadie cómo es- sabrá quién está diciendo la verdad.”

Después de dar lectura al testamento, y sabiendo que lo que más necesita un Rey es un siervo leal y sincero, que diga la verdad sin adulaciones por muy dura que sea, nombró como nuevo escribano real al autor del segundo escrito.