1.      PURGAR LOS VICIOS Y PECADOS (VÍA PURGATIVA)

 
 Reconozco mi debilidad. Soy pecador, y además, presa de mi pecado. No significa que no quiera caminar en la virtud, sino que no puedo salir de mis vicios, al menos ya no con los medios ordinarios que muchas veces fueron una gran herramienta.

   Mi voluntad, con toda su fuerza, no alcanza para romper las cadenas que me atan. La voluntad, que en algún tiempo me sirvió como arma eficiente en la lucha ahora sólo es emblema, es estandarte, es toque de queda... pero no tiene la solidez suficiente para sacarme del estado en el que me encuentro, y acudir a ella como remedio es engañarme;  necesito entonces otras armas.

   A veces algunas almas en tales circunstancias llegan a desesperarse y creen que nunca saldrán de su vicio. Estas almas corren un peligro grave, porque han puesto su esperanza en sus solas fuerzas humanas.

    Para salir de este estado hay que comenzar reconociendo que nuestra voluntad es inútil para vencer la lucha; ése es el primer paso: necesitamos ayuda, y reconocerlo es señal segura de que empezamos a recibirla de nuestra conciencia, tan sabia y tantas veces relegada al silencio. Es preciso que Dios nos "eche una mano". Y... ¿cómo puede intervenir Aquél que nos deja en total libertad? Respondiendo a nuestro llamado.
   Hay que pedirle, sí, pedirle su gracia para cambiar y hay que confiar en que Él puede y quiere ayudarnos. Para ello debemos poner los medios adecuados y ser perseverantes en la lucha. Cuando esto no baste deberíamos acudir a personas capacitadas (director espiritual, confesor, o incluso, un psicólogo si se precisa).

   La primera herramienta para liberarse de los vicios y pecados es la oración. La oración abre el corazón para Dios, lo ennoblece, lo dispone a la virtud. El pecado y la gracia pueden cohabitar en el corazón del hombre, pero nunca bajo el mismo techo encontraremos al pecado y la oración; este dúo se resiste a todo vínculo, donde está uno no se encuentra el otro. No se concibe un impenitente, hundido en el vicio, que ora fervientemente a su Dios y es escuchado cuando en lo más profundo de su corazón no existe la mínima intención de conversión. Mientras más oremos, más espinas sacamos del alma. Mientras más oremos, más dejamos actuar a la gracia y Dios, que es bueno, concede cosas buenas a quienes se lo piden (Mt 7, 11).

   Cuando no se ora, no se necesita orar, y orar entonces se convierte en algo tedioso. Pienso, por ejemplo, en unos santos seminaristas que tienen, como parte de su jornada, la oración del rosario en comunidad. Puede ser que esta práctica llegue a ser fastidiosa si en vez de “entrarle” le huimos con pretextos superfluos; y entonces, lo que pudiera ser una riqueza, un bien para el alma, se convierte en arma afilada que desgarra nuestro ser. Cuando se ora, en cambio, se quiere volver a hacerlo y cada vez un poco más, hasta que se hace constante, se hace hábito sano. Como el militar que cada mañana hace sus ejercicios; el primer día sólo tiene fuerzas para 20 “lagartijas” malhechas; el segundo día pudo hacerlas mejor y le agregó otras diez; el tercer día no sólo tuvo más fuerza, sino también técnica para hacer el doble que el primero; y así sucesivamente, hasta que se hace todo un especialista en “lagartijas” y puede llegar a convertirse en entrenador de otros. Así ocurre con la oración, es ejercicio, hay que entrenarnos en ella.

   Cuando hago oración, además, me olvido de mí, me abro a Dios y lo "conozco"; me hago su amigo, lo escucho, sé lo que quiere y lo que no. Cuando hago oración ocupo mis sentidos en alguien, alguien que por un tiempo determinado me saca de mi egoísmo, me hace olvidadizo para mí mismo. Por eso, una oración que no advierte la voluntad de Dios debe revisarse, porque Dios mismo a través de la kénosis aterriza sus palabras en nuestra mente y nuestro corazón, contrapuesto a la débil idea que tenemos de la oración como el “ametrallante” discurso que elaboramos para convencer a Dios de lo que queremos.

   Otra herramienta que debe ir de la mano de la oración es la mortificación de los sentidos. Cuando el sentido se ha viciado hay que corregirlo, educarlo nuevamente, y eso siempre se puede; pero como todas las reglas tienen excepciones, es preciso que quede claro que estamos tratando casos de sano juicio y completa lucidez. Hay que lograr, entonces, que el sentido se olvide de lo que lo distrae. La mejor manera es mortificándolo de ello, o si se prefiere, bajándole la dosis de lo sensible.

   Mortificar el sentido por el simple hecho de mortificarlo no tiene sentido (valga la redundancia), es un pecado, atenta contra la salud, contra la vida misma, ya que cada sentido tiene su receptor somático, y atentar contra lo propio del sentido en menor o mayor grado implica atentar contra el cuerpo, templo del Espíritu Santo. Pero cuando se está enfermo hay cosas que, siendo buenas en estado normal, se hacen perjudiciales, se hacen dañinas y hay que suspenderlas o evitarlas. Como la sal para el hipertenso, por poner un ejemplo minúsculo.

 después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches [en el desierto], tuvo hambre (Mt. 4, 2). La privación de saciar esta necesidad fisiológica inherente a todo ser humano se ve ennoblecida por la grandeza del acto previo; tener hambre sin haber ayunado –aunque parezca paradójico- podría haber causado que Jesús sucumbiera al tentador. La victoria del Maestro ante Satanás se debió a los cuarenta días y cuarenta noches de alimento espiritual. Porque no sólo de pan vive el hombre... (Mt 4, 4; Dt. 8, 3). El alimento de Jesús y el de todo cristiano debe estar en hacer la voluntad de nuestro Padre (Jn 4, 34).

Una práctica muy útil en estos casos es el ayuno. El ayuno no sólo purifica el cuerpo, también el alma; debilita el cuerpo y fortalece la voluntad; mata la pasión y aviva el juicio y la cordura. Hoy día necesitamos ayunar de tantas cosas, pero sería conveniente que empezáramos a hacerlo con el alimento. Si así fuera, ya es ganancia, evitaríamos tanta diabetes por obesidad. Cuando el ayuno se hace con disciplina y por un propósito noble, lo que a los ojos del mundo es una privación se convierte en surtidor de gracias. No por gusto los santos y santas de todos los tiempos, incluso aquellos grandes hombres y mujeres de profunda vida espiritual y de todas las confesiones religiosas han buscado controlar el alimento para elevar el espíritu hacia Dios. El mejor y mayor ejemplo de ello, para seguir en esta línea de patrones, lo tenemos en el mismo Jesús, quien antes de empezar su ministerio y

   Esta disciplina de oración y ayuno, enriquecida con todo tipo de actos de piedad y mortificaciones corporales, libera el corazón de sus ataduras y nos hacen hombres libres para amar. Con razón Jesús decía que esa clase de demonios sólo podían expulsarse con oraciones y ayunos (Mt 17, 21).

   Al final de este doloroso camino purgativo -porque duele en verdad y es tarea fatigosa- se hace necesaria la Reconciliación; no como requisito, sino como colofón de la natural inclinación al sacramento que exige del penitente la contrición y el propósito de la enmienda.

   No se puede seguir avanzando en este encuentro con Dios si, además de conocer y dominar nuestra debilidad, no procedemos a la sanación interior de las heridas que han sido fruto del pecado.

   El camino puede ser lento y puede durar mucho tiempo –hay quien se lleva toda la vida-, pero siempre al final (no en cuanto a orden prioritario, sino en cuanto a fin) se quiere y se busca enteramente el perdón de nuestras culpas que nos ofrece el sacramento de la Reconciliación.

   La lucha primera es con uno mismo. El culmen de esta lucha es una fiesta, la fiesta del perdón, en que nos sabemos amados por Dios y nos sentimos invitados a la intimidad con Él.