El silencio es una actitud del corazón, no un freno a los sentidos. Puedo hacer silencio por un tiempo, y ser un hombre imbuido en el ruido; puedo reprimir la lengua unas horas o unos días, pero después agotarla con palabrerías y basura ruidosa.
El silencio es un lenguaje, no es mutismo. El mudo nunca habla, solo emite ruidos; el silencioso cuando abre la boca sorprende con la fuerza de su palabra. Cuando callo te escucho, te valoro, te doy el lugar que mereces; cuando hablo convenzo, te instruyo, te enriquezco.
El silencio es morir a mis ruidos: orgullo, vanidad, placer, de tal forma que los más humildes ahorran sus palabras. Los humildes, los sencillos, son maestros del silencio y ellos más que nadie conocen el tono divino.
“Dichosos los humildes, porque ellos escucharán a Dios”.
El silencio es un camino guiado por la palabra; por eso, la Palabra encarnada de Dios también es camino, camino al sólo sí y al sólo no, porque lo que se diga de más lo dicta el demonio.
El silencio no es escasez, no es carencia, no es pobreza de palabras. Quien mucho habla tiene poco adentro. El hombre del silencio abre la boca como si abriera un baúl de tesoros.
El silencio es cristiano; Cristo buscó y guardó silencio. La palabra sin silencio está desnuda, por eso van de la mano. El silencio es anterior a la palabra -como la potencia al acto-, le precede, la prepara. La palabra es más fuerte cuando nace del silencio y de vez en cuando lo busca para hacerse fuerte.
El pez muere por la boca; el silencio puede ser tu defensa.