Riba había nacido con una severa afección que le hizo sufrir desde temprana edad el rechazo y las mofas de los otros niños. Sus padres trataban de que llevara una vida normal y procuraban ofrecerle los espacios para su habitual desarrollo. Pero Riba no era un niño como los demás niños, requería de cuidados especiales; no podía exponerse tanto tiempo al sol o al polvo, su ropa tenía que ser ligera y suave, y cada cierto tiempo habrían de aplicarle una crema humectante, pues su escamosa piel se irritaba constantemente y en ocasiones hasta llegaba a sangrarle. Desde que vio la luz manifestó además una extraña manera de respirar, tomaba el aire en grandes bocanadas y llenaba su pecho con la valiosa reserva como si inflara un globo de cumpleaños. Lo que más bien le hacía y que disfrutaba grandemente era correr bajo la lluvia; sus padres gozaban al verlo feliz saltando y persiguiendo a las ranas entre los charcos.
Es difícil para un niño pequeño sentirse todo el tiempo observado y vituperado. No podían evitar salir a la calle con él sin que un dedo maldiciente apuntara a su inocente semblante. Era blanco de hostigosos escarnios al que pequeños y grandes lanzaban los venenosos dardos de la más cruda y dolorosa discriminación. Parecía como si Riba no perteneciera a este mundo, como si Dios hubiera errado al ponerlo en brazos de sus padres. Sin embargo, el Niño Pez, como lo llamaban, era el niño más deseado del mundo; tras años de gran espera habían logrado concebirlo y estaban jubilosos por el primigenio fruto de esta longeva unión.
Hoy todo eso ha quedado en el pasado. Riba ya es igual a los otros, y puede ir de allá para acá sin fatigarse ni sentirse ajeno al mundo circundante. Es un pez en el agua, uno más, sin que nada le afecte en lo absoluto. Ya tiene amigos y juntos pueden hacer todo tipo de cosas y saltar y jugar como lo hacen los infantes. Hoy ya nadie lo señala o lo ve como bicho raro, hasta ha logrado ser popular por su gran habilidad para moverse y por tener una piel reluciente y hermosa.
Todo cambió aquella mañana cuando su familia emprendió un viaje de campamento. Llevaban todo lo necesario para pasarla bien: tiendas de campaña, carnes para azar, refrescantes bebidas y un sinfín de cosas que suelen llevarse para el confort y la diversión. Las mujeres no tardaron en prender el fuego y sazonar el ambiente con sus sabrosas especias. Ya bullía el misterioso caldero con aquel guiso suculento cuando los hombres decidieron inflar sus cámaras e irse al río. Habían escuchado que con la crecida podían lanzarse de la cascada sin correr peligro. La madre de Riba se resistía a dejarlo ir, pero su padre creía que sería bueno para él vivir esta experiencia. Así que convenciéndola, lo tomó en su brazo derecho mientras colgaba del otro la improvisada balsa.
El río estaba más hondo que nunca, ya en la orilla tapaba a un hombre de estatura normal. Su agua era fresca y cristalina a pesar de las recientes lluvias que suelen remover la hojarasca y tienden a enturbiarla. Algunos de sus primos, cómo él, iban junto a sus padres en la misma cámara río abajo; una travesía divertida pero peligrosa, pues la corriente era fuerte y los llevaba a su antojo por el frenético y sonoro cause. El chapoteo y las risas coronaban la aventura y aminoraban un poco el claro sobresalto de los pequeños. Era la primera vez que Riba vivía algo como eso, lo estaba disfrutando, pero sentía que debía aferrarse a la balsa con todas sus fuerzas. Por detrás, su padre capitaneaba el desquiciado navío que giraba al azar como recordando para qué fue hecho. -¡Mueve tus piecitos Riba! -le decía el filial almirante, tal vez por la pávida figura del neófito. Y poco a poco, después de un buen recorrido, contagiado por la seguridad de sus primos y el inofensivo paisaje, el Niño Pez fue sintiéndose como en su propia casa. Alguna espontánea sonrisa dibujaba en su rostro cuando pataleaba a gusto y conseguía sentirse protagonista de su travesía; era entonces cuando giraba su cabecita y cerraba jubiloso sus cristalinos ojos en un gesto muy propio de agradecimiento. Por momentos sentía en sus piernas mordiditas inocentes propinadas por algunos traviesos peces; era tal vez un gesto de bienvenida o quizá le agoraban el fin oportuno a su lastimero génesis.
Dicen que al agua toma su lugar tarde o temprano para morir donde debe, y que el destino -incluso en la mente de los hombres- tiene más fuerza para arrastrarlos que la que ellos mismos han conseguido en su empeño por negarlo o evadirlo. Es como si el futuro se sentara paciente con una pipa prendida y un diario viejo hasta que lleguemos y podamos estrecharle la mano. Tal vez leyendo nuestro hoy en un artículo de portada, revisando detalle a detalle cada acento en las líneas que escribimos, pero sabiendo que al final -no importa cuántos párrafos contenga nuestra nota- siempre habrá un punto; un punto que antes de plasmarlo ya estaba proyectado. Y Riba, con tan poca edad, estaba viviendo su momento, había llegado al punto de su historia, estaba nadando entre dos aguas irremediablemente opuestas, dos corrientes adversas que lo reclamaban: la de empezar a vivir o la de vivir queriendo acabar. Aquél paseo disipó esta dualidad y le dio al pequeño la oportunidad de convertirse en lo que hoy es, aunque haya sido traumático (todo nacimiento lo es), Riba estaba naciendo aquel día por segunda vez.
Y así de jubilosa y entretenida había sido esta carrera de inflables cuando, sin más, el niño abandonó la flota resbalando por entre el amplio redondel que los cercaba, y como jalado por una fuerza misteriosa, fue a dar hasta el fondo del río. Podía sentir mientras se hundía la flagrante caricia del profundo afluente, un aplauso de menguadas voces cada vez más apagadas, y una luz tintineando inquieta entre los agitados e infructuosos pies que había dejado en la superficie. El mundo allá abajo tenía un color diferente y poco a poco ese color se hacía intenso. Riba sentía estremecerse por aquella cantidad de cosas nuevas ante sus ojos y comenzaba a preocuparle el hecho de volver junto a su padre. El aire comenzaba a agotarse y sin embargo, no se sentía incómodo, esperaba paciente en aquél mágico recinto a que su padre llegara y lo sacara a flote. Arriba, los hombres, ya no sabían qué hacer, unos no podían sumergirse mientras llevaran bajo resguardo a sus propios hijos, otros chapoteaban en frenética búsqueda. Su padre bajaba y subía con la desesperación del mismo arrollo sin conseguir encontrarle. Se oían voces, gritos, quejumbrosos lamentos, mientras allá, en algún extraño lugar aguardaba resignado el Niño Pez.
Llegó el momento de tomar una decisión. Riba tuvo que despertar de su aletargada espera y emprendió él mismo su propio rescate. Comenzó a mover su cuerpo impulsado por la sola idea de asomarse sobre aquella tela luminosa en la que flotaba su padre. Su esfuerzo empezó a ser efectivo y poco a poco se acercaba a ellos. A corta distancia se hacían más fuertes los gritos y llantos. Su padre lo buscaba con zozobra mientras vociferaba su nombre. Riba no tardó en llegar casi como un experto a la superficie y sacando su cabecita comenzó a gritar mientras luchaba por mantenerse a flote. Pero tanto ruido y confusión parecían ser la causa de que ni su padre ni los otros lo escucharan o lo vieran. Mientras, él seguía llamándolos con fuerzas, pero todos parecían ignorarlo. Ya había encontrado el modo de moverse de un lado a otro sin problemas, podía decirse que estaba nadando como lo hacen los iniciados. Aprovechó para acercarse más, y con extrañeza experimentó que aún estando a su lado, picándole gentilmente el cuerpo, aquel hombre que hasta entonces se había desvivido por él, seguía procurando quién sabe qué en las revoltosas aguas sin darse cuenta que aquello que tanto buscaba estaba junto a él.
-¡Papá, aquí estoy! ¡Papá! ¡Papá!- mientras más gritaba, más era ignorado. Uno de sus primos pareció verle, y con el mismo dedo que antaño descubría su vergüenza apuntó hacia él mientras dejaba escapar su asombro infantil: -¡Mira papi, allí hay un hermoso pez!
Aquellos hombres se fueron apresurados, tal vez a buscar ayuda. Comenzaron a llegar otros y le daban ánimos; muy pronto estaba rodeado por tantos que ya no se sentía sólo en medio de aquella tragedia.
Su padre regresó con refuerzos, todo un batallón de uniformados que llenaron aquellas aguas de botes y peinaban la zona con mucho cuidado. Riba y los otros iban junto a ellos, tal vez otro niño había caído como él y aún no había sido encontrado. Riba y sus compañeros buscaban también, pero aquella faena fue infructuosa. Al caer la noche aquellos hombres se retiraron y con ellos sus padre, quien por primera vez lo había dejado solo. Desde entonces su vida fue diferente, su hogar fue diferente, su mundo era ya diferente.
Hoy surca las aguas como uno más, hoy tiene una vida, y cada vez que alguien se acerca salta entusiasmado a su lado como dándole la bienvenida. Son esos momentos los que le hacen recordar a su primera familia, son esas esporádicas ocasiones en las que recuerda que alguna vez estuvo fuera del agua.
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