You can love, must carry on,
life is just a single shot.
You can go! Come on! Go on!
your coldest feel will be hot.

You can love, nobody won,
as nobody never lost,
you could make a better run
and forget your rueful past.

You can love, love me so much
It is your right and your task.
If you want to live, must coach.
Spoiling you learn. Try back!

You can love, I'm doing so,
I'll not deny you: is tough.
We can trip up and fall low,
but we must not stay like that.

You can love, don't keep below,
you have a marvelous heart.
You can do it, let me show
the beauty that you safeguard.


Fuiste un paso que alcanzó pisar mi estrada
de repente, sólo un paso de repente
fuiste un paso, una huella bien marcada
en el umbral de mi pecho y de mi mente.

Fuiste eso, un espacio brevemente
para sentir el calor de tus pisadas
fuiste un paso desnudo y fehaciente
que quedó de mi futuro a casi nada.

Eres hoy una anécdota incipiente
una estampa en la funda de mi almohada,
la sinapsis que ha bloqueado el subconsciente,
ese poema en una página arrancada.

Eres hoy aquella suela aún plantada
y escondida bajo el polvo del presente,
eres eso, como un todo que fue nada
ese paso de mi ayer inconveniente.

Y serás como un penal antecedente
una mancha en mi historial nunca borrada,
un pecado que confiesa el penitente,
un error en una cuenta equivocada.

Y serás esa sonrisa que empañada
por mi ceja ya senil y decadente
me refresque con su lustre la mirada
y convierta mi pasado en mi presente. 





Gózase el alma flechada
ante refulgente ser,
bástale ya su mirada
y su encanto de mujer.

Mucho le tiene turbada
el afán en su valer.  
Gózase aún ignorada
un alma ardiente al querer.

Sépale todo a ya nada,
todo a ya nada tener,
ante la mujer amada
si no ha de corresponder.



Tu silencio es el arma que mata mi cordura;
tu silencio arrebata,
cuando callas, me abrumas.
Y me matas, con ganas, con la sangre muy fría
por ser tu voz tan tuya, huyendo de la mía
que te dijo con causa lo que a nadie diría.

¡Qué malvada, qué impía la razón que reprime
a esa boca sublime ante la boca mía!

¡Ay, me mata… me mata!
Se me escapa la vida sin que te tiemble nada,
con la mente calmada, me mata, ¡ay, me mata!
Me confina al abismo, a la nada, a mí mismo,
sin exequias, ni rosas, ni tu sonrisa hermosa
que sin decir palabra, es un “abracadabra”
que me hechiza y acosa.

Tu silencio me mata,
¡Por Dios, no hagas tal cosa!
No me arranques los sueños,
no me prives del aire,
no me dañes, no empañes el brillo de mis ojos.
Yo prefiero el enojo de una lengua asesina
a aquella que termina poniéndose cerrojos.



Riba había nacido con una severa afección que le hizo sufrir desde temprana edad el rechazo y las mofas de los otros niños. Sus padres trataban de que llevara una vida normal y procuraban ofrecerle los espacios para su habitual desarrollo. Pero Riba no era un niño como los demás niños, requería de cuidados especiales; no podía exponerse tanto tiempo al sol o al polvo, su ropa tenía que ser ligera y suave, y cada cierto tiempo habrían de aplicarle una crema humectante, pues su escamosa piel se irritaba constantemente y en ocasiones hasta llegaba a sangrarle. Desde que vio la luz manifestó además una extraña manera de respirar, tomaba el aire en grandes bocanadas y llenaba su pecho con la valiosa reserva como si inflara un globo de cumpleaños. Lo que más bien le hacía y que disfrutaba grandemente era correr bajo la lluvia; sus padres gozaban al verlo feliz saltando y persiguiendo a las ranas entre los charcos.

Es difícil para un niño pequeño sentirse todo el tiempo observado y vituperado. No podían evitar salir a la calle con él sin que un dedo maldiciente apuntara a su inocente semblante. Era blanco de hostigosos escarnios al que pequeños y grandes lanzaban los venenosos dardos de la más cruda y dolorosa discriminación. Parecía como si Riba no perteneciera a este mundo, como si Dios hubiera errado al ponerlo en brazos de sus padres. Sin embargo, el Niño Pez, como lo llamaban, era el niño más deseado del mundo; tras años de gran espera habían logrado concebirlo y estaban jubilosos por el primigenio fruto de esta longeva unión.

Hoy todo eso ha quedado en el pasado. Riba ya es igual a los otros, y puede ir de allá para acá sin fatigarse ni sentirse ajeno al mundo circundante. Es un pez en el agua, uno más, sin que nada le afecte en lo absoluto. Ya tiene amigos y juntos pueden hacer todo tipo de cosas y saltar y jugar como lo hacen los infantes. Hoy ya nadie lo señala o lo ve como bicho raro, hasta ha logrado ser popular por su gran habilidad para moverse y por tener una piel reluciente y hermosa.

Todo cambió aquella mañana cuando su familia emprendió un viaje de campamento. Llevaban todo lo necesario para pasarla bien: tiendas de campaña, carnes para azar, refrescantes bebidas y un sinfín de cosas que suelen llevarse para el confort y la diversión. Las mujeres no tardaron en prender el fuego y sazonar el ambiente con sus sabrosas especias. Ya bullía el misterioso caldero con aquel guiso suculento cuando los hombres decidieron inflar sus cámaras e irse al río. Habían escuchado que con la crecida podían lanzarse de la cascada sin correr peligro. La madre de Riba se resistía a dejarlo ir, pero su padre creía que sería bueno para él vivir esta experiencia. Así que convenciéndola, lo tomó en su brazo derecho mientras colgaba del otro la improvisada balsa.

El río estaba más hondo que nunca, ya en la orilla tapaba a un hombre de estatura normal. Su agua era fresca y cristalina a pesar de las recientes lluvias que suelen remover la hojarasca y tienden a enturbiarla. Algunos de sus primos, cómo él, iban junto a sus padres en la misma cámara río abajo; una travesía divertida pero peligrosa, pues la corriente era fuerte y los llevaba a su antojo por el frenético y sonoro cause. El chapoteo y las risas coronaban la aventura y aminoraban un poco el claro sobresalto de los pequeños. Era la primera vez que Riba vivía algo como eso, lo estaba disfrutando, pero sentía que debía aferrarse a la balsa con todas sus fuerzas. Por detrás, su padre capitaneaba el desquiciado navío que giraba al azar como recordando para qué fue hecho. -¡Mueve tus piecitos Riba! -le decía el filial almirante, tal vez por la pávida figura del neófito. Y poco a poco, después de un buen recorrido, contagiado por la seguridad de sus primos y el inofensivo paisaje, el Niño Pez fue sintiéndose como en su propia casa. Alguna espontánea sonrisa dibujaba en su rostro cuando pataleaba a gusto y conseguía sentirse protagonista de su travesía; era entonces cuando giraba su cabecita y cerraba jubiloso sus cristalinos ojos en un gesto muy propio de agradecimiento. Por momentos sentía en sus piernas mordiditas inocentes propinadas por algunos traviesos peces; era tal vez un gesto de bienvenida o quizá le agoraban el fin oportuno a su lastimero génesis. 

Dicen que al agua toma su lugar tarde o temprano para morir donde debe, y que el destino -incluso en la mente de los hombres- tiene más fuerza para arrastrarlos que la que ellos mismos han conseguido en su empeño por negarlo o evadirlo. Es como si el futuro se sentara paciente con una pipa prendida y un diario viejo hasta que lleguemos y podamos estrecharle la mano. Tal vez leyendo nuestro hoy en un artículo de portada, revisando detalle a detalle cada acento en las líneas que escribimos, pero sabiendo que al final -no importa cuántos párrafos contenga nuestra nota- siempre habrá un punto; un punto que antes de plasmarlo ya estaba proyectado. Y Riba, con tan poca edad, estaba viviendo su momento, había llegado al punto de su historia, estaba nadando entre dos aguas irremediablemente opuestas, dos corrientes adversas que lo reclamaban: la de empezar a vivir o la de vivir queriendo acabar. Aquél paseo disipó esta dualidad y le dio al pequeño la oportunidad de convertirse en lo que hoy es, aunque haya sido traumático (todo nacimiento lo es), Riba estaba naciendo aquel día por segunda vez.

Y así de jubilosa y entretenida había sido esta carrera de inflables cuando, sin más, el niño abandonó la flota resbalando por entre el amplio redondel que los cercaba, y como jalado por una fuerza misteriosa, fue a dar hasta el fondo del río. Podía sentir mientras se hundía la flagrante caricia del profundo afluente, un aplauso de menguadas voces cada vez más apagadas, y una luz tintineando inquieta entre los agitados e infructuosos pies que había dejado en la superficie. El mundo allá abajo tenía un color diferente y poco a poco ese color se hacía intenso. Riba sentía estremecerse por aquella cantidad de cosas nuevas ante sus ojos y comenzaba a preocuparle el hecho de volver junto a su padre. El aire comenzaba a agotarse y sin embargo, no se sentía incómodo, esperaba paciente en aquél mágico recinto a que su padre llegara y lo sacara a flote. Arriba, los hombres, ya no sabían qué hacer, unos no podían sumergirse mientras llevaran bajo resguardo a sus propios hijos, otros chapoteaban en frenética búsqueda. Su padre bajaba y subía con la desesperación del mismo arrollo sin conseguir encontrarle. Se oían voces, gritos, quejumbrosos lamentos, mientras allá, en algún extraño lugar aguardaba resignado el Niño Pez.

Llegó el momento de tomar una decisión. Riba tuvo que despertar de su aletargada espera y emprendió él mismo su propio rescate. Comenzó a mover su cuerpo impulsado por la sola idea de asomarse sobre aquella tela luminosa en la que flotaba su padre. Su esfuerzo empezó a ser efectivo y poco a poco se acercaba a ellos. A corta distancia se hacían más fuertes los gritos y llantos. Su padre lo buscaba con zozobra mientras vociferaba su nombre. Riba no tardó en llegar casi como un experto a la superficie y sacando su cabecita comenzó a gritar mientras luchaba por mantenerse a flote. Pero tanto ruido y confusión parecían ser la causa de que ni su padre ni los otros lo escucharan o lo vieran. Mientras, él seguía llamándolos con fuerzas, pero todos parecían ignorarlo. Ya había encontrado el modo de moverse de un lado a otro sin problemas, podía decirse que estaba nadando como lo hacen los iniciados. Aprovechó para acercarse más, y con extrañeza experimentó que aún estando a su lado, picándole gentilmente el cuerpo, aquel hombre que hasta entonces se había desvivido por él, seguía procurando quién sabe qué en las revoltosas aguas sin darse cuenta que aquello que tanto buscaba estaba junto a él.

-¡Papá, aquí estoy! ¡Papá! ¡Papá!- mientras más gritaba, más era ignorado. Uno de sus primos pareció verle, y con el mismo dedo que antaño descubría su vergüenza apuntó hacia él mientras dejaba escapar su asombro infantil: -¡Mira papi, allí hay un hermoso pez!

Aquellos hombres se fueron apresurados, tal vez a buscar ayuda. Comenzaron a llegar otros y le daban ánimos; muy pronto estaba rodeado por tantos que ya no se sentía sólo en medio de aquella tragedia.

Su padre regresó con refuerzos, todo un batallón de uniformados que llenaron aquellas aguas de botes y peinaban la zona con mucho cuidado. Riba y los otros iban junto a ellos, tal vez otro niño había caído como él y aún no había sido encontrado. Riba y sus compañeros buscaban también, pero aquella faena fue infructuosa. Al caer la noche aquellos hombres se retiraron y con ellos sus padre, quien por primera vez lo había dejado solo. Desde entonces su vida fue diferente, su hogar fue diferente, su mundo era ya diferente. 

Hoy surca las aguas como uno más, hoy tiene una vida, y cada vez que alguien se acerca salta entusiasmado a su lado como dándole la bienvenida. Son esos momentos los que le hacen recordar a su primera familia, son esas esporádicas ocasiones en las que recuerda que alguna vez estuvo fuera del agua.





Nunca he conocido un pueblo como aquél y no sé si podré describir todo lo que recuerdo de este lugar tan contrastante y maravilloso; un pueblo que parece fantasma o embestido por la guerra, con casas y edificios despintados y más manchados por la derrota que por la humedad, con calles semiempedradas o semiasfaltadas -creo que no podría distinguirse la diferencia- que como tambores de guerra entonan un redoblante eco al trayecto de algún pueblerino que pasa a pie o a caballo; un pueblo que muestra los ánimos en ruina y en el que la gente -no sé si por el sol o por hastío- vive refugiada casi todo el tiempo bajo sus techos de zinc, y en el mejor de los casos, bajo las ardientes placas de paupérrimas casitas obreras. Y a pesar de ello tiene su atractivo, su verde siempre verde y limpio como los ojos de un felino que se desliza suavemente tras alguna presa ingenua; su cielo más azul que cualquier cielo, un océano lleno de inmensos espacios donde nadan, blancas y apacibles, las espumosas nubes despeinadas por las aves de rapiña; su aire… ¡oh, su aire!, puedo olerlo mientras escribo: limpio, sabroso, puro, mágicamente suave y generoso cuando se inhala; alguna vez así fue el aire en todo el mundo. A veces se dibuja entre las hendiduras de las calles algún ridículo arroyuelo que va nutriendo de cenizas y polvo sus afanosas aguas, surcando zanjas y esquivando piedras y chanclas para morir en una calle honda, donde las mujeres suelen llegar a vender sus prendas o cambiarlas por carne o granos; allí la cerveza y el guarapo se dejan beber sin mucha resistencia por los sudorosos y desnudos hombres; es como un punto de encuentro, un mercadeo de amores y de cuernos, una tienda de deseos en la que alguien le roba un beso a alguna negra entretenida y sale corriendo, pero la negra va siempre a esperar el mismo pícaro beso.

En el pasado habían llegado las reformas y con ellas un poco de desarrollo. Pasó la Carretera Central que es la arteria principal de aquél país; pusieron una heladería: de esas grandes que entras y te sientas en unas sillitas redondas de un solo pie frente a una larga y amorfa barra; abrieron una casa de cultura y de vez en cuando se les metía en la cabeza la loca idea de hacer alguna peña nocturna; hicieron un boulevard, un parquecito, una biblioteca, un cine, y lo que le dio más vida al pueblo: dos ingenios azucareros, el del norte y el del sur. El poblado fue creciendo y fueron llegando los visitantes, empresarios y pequeños inversionistas. Por suerte el ferrocarril que atraviesa también todo el país pasó justo por aquel caserío que ya conocía el fibrocemento y el asfalto. Por estos rieles se lleva y se trae mucha caña, más bastones de caña que viejos en el mundo que puedan usarlos para sostenerse. Cañas Medialuna, dulces y blandas que hacen reo a cualquiera, como un hueso a su perro; se lleva combustible de aquí para allá, de allá para acá y azúcar de torba hacia ambos rumbos; en ocasiones pasan maquinarias agrícolas: tractores, combinadas, camiones; pero lo más pintoresco y aún más frecuente que todas esas cosas, es ver o escuchar -incluso a lo lejos- al tren de pasajeros.

Hay tres maneras de saber la hora; una es por el pitido del ingenio que toca a ciertas horas de la mañana y de la tarde; otra es por “La Sierra”, una fábrica de limpieza y corte de madera que tiene por costumbre emitir una especie de silbido cada cuatro horas; y la última, por el tren de pasajeros, con sus llegadas puntuales y hasta con sus retrasos; todos pueden decir qué tren es, de dónde viene, a dónde va y hasta cuánta gente más o menos viaja en sus carros. Porque allí se sabe todo; se sabe lo que comen los vecinos, aunque a la hora de la “papa” se acuartelen, clausurando puertas y ventanas; se sabe de quién es hijo cada quién y cuánto ganan sus padres; se sabe si va a llover o no -hasta los matorrales lo saben-, incluso si hay alguien nuevo en el pueblo aprende a saberlo también; se saben los precios del mercado y los números telefónicos; se saben de memoria los nombres de casi todos y hasta de los que yacen en la necrópolis foránea. Es un pueblo de sabiondos, de niños sabiondos y viejos sabiondos. Así es Macumba, al menos lo que recuerdo; caliente como un pan recién horneado y lleno de detalles, como si tuviera pasas escondidas entre el migajón. 

Cuando se llega, te atrapa con sus cosas: el café mañanero que prepara el viejo o la vieja antes que “La Sierra” comience a silbar, es un café fuerte que sabe a hogar y sabe a trapo; el canto de los gallos mientras el joven sol abraza los jardines y fachadas; el rocío de la noche goteando de los mañaneros techos y hojas de malangas, o de los pétalos de rosas y amapolas; las lagartijas comiendo hormigas locas en el portal y un hombre por aquí o por allá que llega con una bolsa de palitroques o un litro de leche. Las tablas se convierten en cristales que dejan pasar los rayos de luz; llegan hasta el cuarto y te arrebatan el mosquitero y hasta las sábanas. Empieza a escucharse el griterío de las madres, la risa de los amigos o el ruido de bicicletas; después, poco a poco aparecen los primeros vendedores pregonando su galleta salada, queso, dulce de guayaba, mango y hasta chicharrón de viento. Así se levanta Macumba cada día, con la misma matraquilla de un reloj de colección que nunca se detiene o atrasa; envuelta en humo de tabaco y ladridos de perros; oliendo a leche caliente que se quema en la hornilla de carbón mientras se derrama del jarro y entre la burda gritería de marranos por su primer sancocho de la jornada y el fresco y dulce canto de gorriones y tomeguines.

De allá se cae un mango y se hace pedazos, un poco más lejos hay una cama de guayabas llena de moscas, y en la casa de alguien la frutabomba está cargada y no la arrancan. Es como si la tierra arrojara sus perlas al suelo porque tiene en demasía. ¡Cuántas veces recogí costales de limones, ciruelas o pepinillos de la casa de algún amigo, o jugué al quemadito con un coco seco del patio de Mercedes! Dolía, ¡pero era tan divertido! Esas son las cosas que la mente se rehúsa a olvidar y les pone fuertes grilletes para que no escapen de la memoria.

Yo acostumbraba ir a Macumba al principio de cada verano para descansar y escribir, porque allí me fluye la inspiración como la sangre. Eso tiene ese pueblo, un no sé qué de magia y ensueño que brota de su negra y húmeda tierra. Esos meses son muy calurosos allá, pero siempre hay opciones para apagar el fuego que se mete por la piel hasta dentro. Tenía que viajar mucho entre tupidos cañaverales para llegar a Macumba; cuando veía a lo lejos las chimeneas de los ingenios y empezaba a embriagarme el fuerte olor a cachaza sabía que me encontraba en la antesala de mi inspiración. Por el camino encontraba familias enteras bebiendo el néctar de la Medialuna, alguien empuñaba la mocha y racionaba el festín; mujeres y niños, hombres y ancianos, parecían un trapiche humano devorando collo tras collo los jugosos carrizos. A veces los perros me daban la bienvenida queriendo comerse las ruedas de mi carro; otras, una lluvia de bagacillo -si es que llegaba en plena zafra- que me recordaba a mi “Popo” querido.

La última vez que fui -ya hace tanto- iba dispuesto a todo; a quemarme como nunca, a bañarme en el aguacero como hacen los niños y las ranatoros, a montar bicicleta como loco hasta la casa de Cacha, de Solón y de Cristiá, a caminar a pie desnudo por el monte, tirarme de una palma al río y nadar como jicotea, subirme al tamarindo y sacudirlo con fuerza para comer esa champola que siempre extraño, montar caballo a pelo en el potrero, comer arroz con mango y embriagarme con las pergas del “Ranchón”, meterme en una torba y empalagarme con azúcar prieta o viajar en una chispita por la línea abandonada… ¡tantas cosas que había planeado hacer! Pero fue la experiencia más triste de mi vida, un recuerdo doloroso que aún hoy me lacera el alma. Yo creo que por eso me he empeñado en olvidar ciertas cosas, al menos las más dolorosas.

Ése siempre fue un pueblo tranquilo, lo más trágico que había pasado fue aquella vaca atropellada por el tren de la que sólo quedó un dominó de huesos lleno de forros. Esa vez yo iba pasando por el crucero cuando escuché la gritería. Traté de seguir al “corre corre” para descubrir a un enjambre de carniceros fileteando al animal. Por un momento había pensado que se trataba de un cristiano, el corazón me palpitaba de espanto; en Macumba todos saben cruzar las vías. En esos momentos pasan muchas cosas por la cabeza, comienzas a pensar que ha sido un suicidio, o tal vez Pura la loca que no le dio tiempo recoger una lata de entre los durmientes, quizá Jinebrita que se desplomó como tantas veces cuando está bien entonado, no sé… se piensa lo peor. Me regresó el alma al cuerpo cuando supe que sólo era una vaca y que esa noche algunos cenarían como reyes.

En aquél último viaje yo llegaba cansado y consternado. Calambio no había ido a recibirme al aeropuerto, nunca me había fallado. Cuando salí de la Aduana esperaba encontrarlo como siempre, pero no, esta vez no estaba. Me dijo que tomaría el tren de las diez de la noche para llegar a tiempo; una rutina a la que ya se había acostumbrado año con año. Tal vez se retrasó el tren - pensé-, y me dispuse a aguardar por un tiempo mientras combatía mi sofoco con una cerveza. Hice algunas llamadas y todos me confirmaron que había salido en la noche. Pero después de mucho esperar tomé la difícil decisión de emprender mi viaje a Macumba. Me lancé a la venia de Dios en un cochecito de los 50’s y me pasé todo el camino rezando para que el viejo regresara con bien. Tal vez hice mal, pero tampoco podía quedarme a vivir en el aeropuerto. Él siempre fue un hombre juicioso y puntual, así que viendo que no llegaría a tiempo buscaría la solución más viable. Yo que lo he conocido bien sabía que lo haría.

Con tanta preocupación ni disfruté el viaje. Esa vez no conté las palmas ni los puentes, no me bajé a comprar viandas como siempre lo hacía, ni tan siquiera pasé al baño. Era tanta la prisa por llegar y saber qué había ocurrido que ignoré la artística galería de cosas a lo largo del camino.

Son como siete u ocho horas desde el aeropuerto hasta Macumba y aunque llegué en menos tiempo, el camino se me hizo eterno. A veces cuando tengo que esperar mucho repaso los veinte misterios del Rosario, con jaculatorias, letanías y toda una choricera de cosas que le agrego para no desesperarme. Pero por primera vez me vi comido por el tiempo, devorado por las horas, enemigo acérrimo de mi reloj de pulsera que parecía girar de reversa como poniendo resistencia a las gomas de mi viejo carro.

En aquella bermeja tarde hice entrada en el pueblo; la misma estampa de siempre en la que sólo envejece el papel que la contiene. A lo lejos vi como siempre la chimenea del Central y parecía que veía a Calambio fumándose su puro mientras se balanceaba en un sillón todas las tardes. Tenía la esperanza de encontrarlo nuevamente así, en el portal mascando tabaco y leyendo alguna vieja revista. 

El pueblo estaba tranquilo, era como un museo cerrado; cada obra en su lugar ansiosa por recibir la mirada de algún visitante, y sin embargo, esa tarde me pareció que el contemplado era yo. Sentí la fría mirada de los postes y las casas, los árboles volteaban la cabeza a mi paso, las aceras huían como tímidas al verme y claramente escuchaba el susurro de los adoquines: -¡ahí viene, ahí viene!- sucumbiendo al forastero cacharro. Todas las cosas parecían sumidas en una sospechosa complicidad que implicaba mi persona y especialmente este viaje.

¿Y la gente? ¿Dónde está la gente? Macumba siempre ha tenido mucha vida vespertina. Por las tarde la gente sale de sus casas como topos a pasear por el pueblo y coger un poco de fresco. Podría tardarme mucho más en llegar si me dedicara a saludar a los conocidos o si persiguiera con la mirada a alguna nalga callejera. Escuché a “La Sierra” pitar, parecía toque de queda, yo era el único mataperros por allí. Unos pocos kilómetros más adelante disiparon mi incertidumbre. A lo lejos había una multitud inquieta, de aquí para allá y de allá para acá; parecían hormigas en la raspadura. Ah… estaban en la estación, casi ni podía ver el crucero. Mientras más me acercaba, más y más gente veía. Indiscutiblemente algo nuevo había ocurrido en el escenario principal de Macumba, porque si Macumba no tuviera ferrocarril, tampoco tuviera historia. ¡Otra vaca! -me dije- ¡No puedo creer que aún no se hayan extinguido!

Esa fue la última vez que fui a ese pueblo, y fue hace mucho. Por eso casi no recuerdo los detalles. Pero una vaca no junta a tanta gente, y no veía cuchillos por ninguna parte. Lo que sí recuerdo bien fue a la negra a la que le pregunté qué sucedía. Aquella mujer tenía los ojos más blancos que un queso criollo y con aquellos corpulentos brazos apuntaba a la vieja estación mientras me decía: -¡Un muerto! ¡Allí en la estación hay un viejo muerto! ¡Qué desgracia!

Los rostros flameados por el resplandor de las sirenas quedaron como cocuyos en mi oscuro recuerdo. Me estacioné donde pude, de momento olvidé la prisa y a Calambio, quería saber quién había sido el desdichado, porque conozco a casi todos los del pueblo. A penas puse un pie en el suelo cuando vi venir corriendo a mi flaca querida. Parecía loca, traía el pelo enredado y los ojos encendidos. -¡Rey, Rey! ¡Al fin llegaste! -Se me echó al cuello y me empavesó de mocos y de lágrimas.- ¡Qué desgracia! ¡Calambio murió! Cuando nos llamaste empezamos a investigar y lo hallaron muerto en la estación… ¡Oh, Rey, parecía un angelito durmiendo en su silla!, nadie se dio cuenta que estaba muerto.

Entonces me sentí más pesado que mis maletas, me desplomé en el andén como un saco mal estibado. Ella se arrodilló junto a mí y nadie podía levantarnos. Lloré como nunca en la vida había llorado, tuve que sacar jugo de las reservas para no secarme y cuando pude alzarme de mi charco caminé lentamente entre los curiosos hasta la sala de espera. Pasé como pude, esquivando comentarios de todo tipo y llegué con pies de plomo hasta el nudo de peritos. Allí estaba él, esperando todavía su tren, con la paciencia de un santo y con un boleto abierto sin fecha de regreso. Había estado casi un día entero en su incógnito estado sin que alguien se hubiese dado cuenta.

Tal vez volé a su lado en su ascenso al infinito, yo con la mente en tierra y él con el alma en las nubes, yo aterrizando mis sueños y él piloteando los suyos. Calambio había sido un padre ejemplar, siempre fue a esperarme y ahora me esperará eternamente en la estación final, en la última parada, donde todos terminaremos nuestro viaje.