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El Señor Dios, después de haber creado el cielo y la tierra, las plantas y los animales llamó al hombre a la existencia y con el paso de los años la tierra se fue poblando de todos ellos; buenos y malos, sabios e ignorantes, justos y pecadores. Pero siempre destacaron grandes hombres y mujeres de reconocida piedad y virtud, verdaderos hijos e hijas de Dios que observaban la Ley y los mandamientos.
Uno de ellos fue Lucio el Galileo, quien durante el año 15 del reinado de Tiberio César ya contaba con 82 años y había dedicado toda su vida a la noble labor de la alfarería. Era un hombre honesto y trabajador, temeroso de Dios y respetuoso de la Ley. Cada sábado acudía a la sinagoga para escuchar la Torá y ofrecer su ofrenda al Señor.
El Señor estaba contento con Lucio y por eso le dio el hijo que tanto deseaba. Durante mucho tiempo quemó inciensos en el altar y ofreció el mejor aceite para que Dios le concediera a su primogénito. Su mujer, Eva, ya era de avanzada edad cuando Dimas vio la luz, y poco tiempo después los había dejado por un mal que la aquejó durante muchos años.
Lucio enseñó a su hijo el oficio que su vez él había heredado de su padre. El niño aprendía rápido pero no parecía gustarle. Mucho se empeñó en que éste se instruyera y aprendiera todo cuanto necesitaba para la vida, también lo adentró en la fe y la escritura, en el canto y en la lengua griega, pero nada de esto podía retenerlo demasiado tiempo. Dimas aprovechaba cualquier oportunidad para escabullirse entre las estrechas paredes del taller y salía corriendo como impulsado por una fuerza misteriosa hasta la plaza donde se unía a otros ociosos e intrépidos chicos que sólo habían adquirido habilidades para robarse los frutos del mercado. Ese era el arte que más le fascinaba, hurtar algunos higos y esconderse a deleitarlos detrás de alguna túnica que se oreaba en los cordeles de los vetustos portales.
Así fue creciendo en edad y estatura y por más empeño que Lucio ponía en formarlo como un hombre de bien, Dimas parecía adentrarse más y más al camino de la perdición. Larga era la lista de fechorías y ultrajes que ya caía con todo su peso sobre la azorada conciencia de su padre. Era de los malhechores más procurados en el imperio; se cuenta que además de saquear a la turba de judíos, robó los libros de la ley en Jerusalén, dejó desnuda públicamente a la hija de Caifás y substrajo el depósito secreto colocado por Salomón.
Lucio, angustiado por esta desventura ofrecía plegarias al Señor para que su errado hijo enderezara sus pasos y se adhiriera al camino de la justicia y el bien, pero parecía que sus oraciones no alcanzaban la morada de Dios. Decidió entonces ofrecer un cordero joven y mientras lo inmolaba en el altar de Dios, con los brazos abiertos al cielo, lanzó su más contundente súplica:
- Señor mío y Dios mío, Dios de nuestros padres y mayores, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Escucha la súplica de tu hijo y no te hagas sordo a mi voz. Me diste una buena esposa y una vida larga a tu servicio, me concediste el hijo que tanto deseábamos Eva y yo y por más que por años he moldeado con mis manos el barro hasta tomar la forma que mi mente imaginaba, no he podido forjar a mi pieza más preciada. No permitas que Dimas se aleje de ti, te lo pido con todas las fuerzas de mi ser, moldéalo tú, toca su corazón y su mente y no lo desprecies por sus obras. Permite que mi hijo te reconozca como Dios y Señor y sálvalo de la vida que lleva. 
Al Señor le agradó la oración de Lucio y quedó seducido con el buen aroma de la grasa del animal. Por lo que, viendo el corazón de Dimas y la bondad tras sus malas acciones le concedió una última oportunidad.
Era vísperas de la Pascua, los judíos peregrinaban a Jerusalén; pero como nunca, la dura mano del Imperio Romano caía sobre los pobladores que ya comenzaban a sublevarse en grupos bien organizados conocidos como “Zelotas”. Dimas llevaba días sin aparecer y su padre emprendió solo el camino a la Ciudad Santa. Había disturbios por doquier, soldados en las azoteas y plazas, y a lo lejos, La Calavera, llena de crucificados, exponía la vergüenza, y amenazante recordaba a la inquieta multitud la suerte reservada a los rebeldes.
Lucio se acercó al pórtico de la ciudad y mientras se alzaban los dinteles una caravana de emplumados cascos emergía de entre el polvo con lanzas y carros de guerra. Un espectáculo ya acostumbrado que llevaba a los condenados al culmen de su más encarnizada sentencia. Envueltos en quejidos de plañideras, y el redoblante toque de las cajas, unos tres desdichados marchaban a la desventura.
Alzó la mirada pero no podía divisar el rostro de los malhechores ocultados por la sangre y el sudor que en cada escollo el verdugo exprimía con sus letales flagelos. Siguió como muchos la procesión hasta el impuro destino y al llegar al pináculo advirtió con zozobra que uno de aquellos condenados era Dimas, su primogénito y unigénito varón, clavado y alzado sobre aquel mortífero madero.
Al centro, agonizaba un pobre hombre al que le habían coronado con zarza seca y que era blanco de injurias y vituperios. La sangre emergía de su sien como descontrolado caudal por el cauce de su lastimado rostro. Se oyó el grito azorado de Gestas, que yacía a la izquierda de aquél al que llamaban el Cristo:
- Ey tú, Nazareno, si eres el Cristo, líbrate y libértanos a nosotros.
Dimas alzó como pudo su cabeza y lo reprendió diciéndole:
- ¿No temes a Dios tú, que eres de aquellos sobre los cuales ha recaído condena? Nosotros recibimos el castigo justo de lo que hemos cometido, pero él no ha hecho ningún mal.
Y, una vez censurado a su compañero, exclamó, dirigiéndose a quien estaba al centro:
- Acuérdate de mí, Señor en tu Reino.
Aquél hombre al que se le habían atribuido milagrosas curaciones y que era seguido por multitudes por ser un gran profeta de Dios, le respondió:
- En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
Al oír aquellas palabras Lucio sosegó su sufrimiento al recordar aquello que tanto le había pedido al Señor.
Y he aquí que una nube oscureció todo el lugar y un fuerte temblor sacudió las cruces de los condenados rasgando a la mitad el velo del templo. Un judío de renombre cayó rostro en tierra y exclamó:
- Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.


Riba había nacido con una severa afección que le hizo sufrir desde temprana edad el rechazo y las mofas de los otros niños. Sus padres trataban de que llevara una vida normal y procuraban ofrecerle los espacios para su habitual desarrollo. Pero Riba no era un niño como los demás niños, requería de cuidados especiales; no podía exponerse tanto tiempo al sol o al polvo, su ropa tenía que ser ligera y suave, y cada cierto tiempo habrían de aplicarle una crema humectante, pues su escamosa piel se irritaba constantemente y en ocasiones hasta llegaba a sangrarle. Desde que vio la luz manifestó además una extraña manera de respirar, tomaba el aire en grandes bocanadas y llenaba su pecho con la valiosa reserva como si inflara un globo de cumpleaños. Lo que más bien le hacía y que disfrutaba grandemente era correr bajo la lluvia; sus padres gozaban al verlo feliz saltando y persiguiendo a las ranas entre los charcos.

Es difícil para un niño pequeño sentirse todo el tiempo observado y vituperado. No podían evitar salir a la calle con él sin que un dedo maldiciente apuntara a su inocente semblante. Era blanco de hostigosos escarnios al que pequeños y grandes lanzaban los venenosos dardos de la más cruda y dolorosa discriminación. Parecía como si Riba no perteneciera a este mundo, como si Dios hubiera errado al ponerlo en brazos de sus padres. Sin embargo, el Niño Pez, como lo llamaban, era el niño más deseado del mundo; tras años de gran espera habían logrado concebirlo y estaban jubilosos por el primigenio fruto de esta longeva unión.

Hoy todo eso ha quedado en el pasado. Riba ya es igual a los otros, y puede ir de allá para acá sin fatigarse ni sentirse ajeno al mundo circundante. Es un pez en el agua, uno más, sin que nada le afecte en lo absoluto. Ya tiene amigos y juntos pueden hacer todo tipo de cosas y saltar y jugar como lo hacen los infantes. Hoy ya nadie lo señala o lo ve como bicho raro, hasta ha logrado ser popular por su gran habilidad para moverse y por tener una piel reluciente y hermosa.

Todo cambió aquella mañana cuando su familia emprendió un viaje de campamento. Llevaban todo lo necesario para pasarla bien: tiendas de campaña, carnes para azar, refrescantes bebidas y un sinfín de cosas que suelen llevarse para el confort y la diversión. Las mujeres no tardaron en prender el fuego y sazonar el ambiente con sus sabrosas especias. Ya bullía el misterioso caldero con aquel guiso suculento cuando los hombres decidieron inflar sus cámaras e irse al río. Habían escuchado que con la crecida podían lanzarse de la cascada sin correr peligro. La madre de Riba se resistía a dejarlo ir, pero su padre creía que sería bueno para él vivir esta experiencia. Así que convenciéndola, lo tomó en su brazo derecho mientras colgaba del otro la improvisada balsa.

El río estaba más hondo que nunca, ya en la orilla tapaba a un hombre de estatura normal. Su agua era fresca y cristalina a pesar de las recientes lluvias que suelen remover la hojarasca y tienden a enturbiarla. Algunos de sus primos, cómo él, iban junto a sus padres en la misma cámara río abajo; una travesía divertida pero peligrosa, pues la corriente era fuerte y los llevaba a su antojo por el frenético y sonoro cause. El chapoteo y las risas coronaban la aventura y aminoraban un poco el claro sobresalto de los pequeños. Era la primera vez que Riba vivía algo como eso, lo estaba disfrutando, pero sentía que debía aferrarse a la balsa con todas sus fuerzas. Por detrás, su padre capitaneaba el desquiciado navío que giraba al azar como recordando para qué fue hecho. -¡Mueve tus piecitos Riba! -le decía el filial almirante, tal vez por la pávida figura del neófito. Y poco a poco, después de un buen recorrido, contagiado por la seguridad de sus primos y el inofensivo paisaje, el Niño Pez fue sintiéndose como en su propia casa. Alguna espontánea sonrisa dibujaba en su rostro cuando pataleaba a gusto y conseguía sentirse protagonista de su travesía; era entonces cuando giraba su cabecita y cerraba jubiloso sus cristalinos ojos en un gesto muy propio de agradecimiento. Por momentos sentía en sus piernas mordiditas inocentes propinadas por algunos traviesos peces; era tal vez un gesto de bienvenida o quizá le agoraban el fin oportuno a su lastimero génesis. 

Dicen que al agua toma su lugar tarde o temprano para morir donde debe, y que el destino -incluso en la mente de los hombres- tiene más fuerza para arrastrarlos que la que ellos mismos han conseguido en su empeño por negarlo o evadirlo. Es como si el futuro se sentara paciente con una pipa prendida y un diario viejo hasta que lleguemos y podamos estrecharle la mano. Tal vez leyendo nuestro hoy en un artículo de portada, revisando detalle a detalle cada acento en las líneas que escribimos, pero sabiendo que al final -no importa cuántos párrafos contenga nuestra nota- siempre habrá un punto; un punto que antes de plasmarlo ya estaba proyectado. Y Riba, con tan poca edad, estaba viviendo su momento, había llegado al punto de su historia, estaba nadando entre dos aguas irremediablemente opuestas, dos corrientes adversas que lo reclamaban: la de empezar a vivir o la de vivir queriendo acabar. Aquél paseo disipó esta dualidad y le dio al pequeño la oportunidad de convertirse en lo que hoy es, aunque haya sido traumático (todo nacimiento lo es), Riba estaba naciendo aquel día por segunda vez.

Y así de jubilosa y entretenida había sido esta carrera de inflables cuando, sin más, el niño abandonó la flota resbalando por entre el amplio redondel que los cercaba, y como jalado por una fuerza misteriosa, fue a dar hasta el fondo del río. Podía sentir mientras se hundía la flagrante caricia del profundo afluente, un aplauso de menguadas voces cada vez más apagadas, y una luz tintineando inquieta entre los agitados e infructuosos pies que había dejado en la superficie. El mundo allá abajo tenía un color diferente y poco a poco ese color se hacía intenso. Riba sentía estremecerse por aquella cantidad de cosas nuevas ante sus ojos y comenzaba a preocuparle el hecho de volver junto a su padre. El aire comenzaba a agotarse y sin embargo, no se sentía incómodo, esperaba paciente en aquél mágico recinto a que su padre llegara y lo sacara a flote. Arriba, los hombres, ya no sabían qué hacer, unos no podían sumergirse mientras llevaran bajo resguardo a sus propios hijos, otros chapoteaban en frenética búsqueda. Su padre bajaba y subía con la desesperación del mismo arrollo sin conseguir encontrarle. Se oían voces, gritos, quejumbrosos lamentos, mientras allá, en algún extraño lugar aguardaba resignado el Niño Pez.

Llegó el momento de tomar una decisión. Riba tuvo que despertar de su aletargada espera y emprendió él mismo su propio rescate. Comenzó a mover su cuerpo impulsado por la sola idea de asomarse sobre aquella tela luminosa en la que flotaba su padre. Su esfuerzo empezó a ser efectivo y poco a poco se acercaba a ellos. A corta distancia se hacían más fuertes los gritos y llantos. Su padre lo buscaba con zozobra mientras vociferaba su nombre. Riba no tardó en llegar casi como un experto a la superficie y sacando su cabecita comenzó a gritar mientras luchaba por mantenerse a flote. Pero tanto ruido y confusión parecían ser la causa de que ni su padre ni los otros lo escucharan o lo vieran. Mientras, él seguía llamándolos con fuerzas, pero todos parecían ignorarlo. Ya había encontrado el modo de moverse de un lado a otro sin problemas, podía decirse que estaba nadando como lo hacen los iniciados. Aprovechó para acercarse más, y con extrañeza experimentó que aún estando a su lado, picándole gentilmente el cuerpo, aquel hombre que hasta entonces se había desvivido por él, seguía procurando quién sabe qué en las revoltosas aguas sin darse cuenta que aquello que tanto buscaba estaba junto a él.

-¡Papá, aquí estoy! ¡Papá! ¡Papá!- mientras más gritaba, más era ignorado. Uno de sus primos pareció verle, y con el mismo dedo que antaño descubría su vergüenza apuntó hacia él mientras dejaba escapar su asombro infantil: -¡Mira papi, allí hay un hermoso pez!

Aquellos hombres se fueron apresurados, tal vez a buscar ayuda. Comenzaron a llegar otros y le daban ánimos; muy pronto estaba rodeado por tantos que ya no se sentía sólo en medio de aquella tragedia.

Su padre regresó con refuerzos, todo un batallón de uniformados que llenaron aquellas aguas de botes y peinaban la zona con mucho cuidado. Riba y los otros iban junto a ellos, tal vez otro niño había caído como él y aún no había sido encontrado. Riba y sus compañeros buscaban también, pero aquella faena fue infructuosa. Al caer la noche aquellos hombres se retiraron y con ellos sus padre, quien por primera vez lo había dejado solo. Desde entonces su vida fue diferente, su hogar fue diferente, su mundo era ya diferente. 

Hoy surca las aguas como uno más, hoy tiene una vida, y cada vez que alguien se acerca salta entusiasmado a su lado como dándole la bienvenida. Son esos momentos los que le hacen recordar a su primera familia, son esas esporádicas ocasiones en las que recuerda que alguna vez estuvo fuera del agua.





Nunca he conocido un pueblo como aquél y no sé si podré describir todo lo que recuerdo de este lugar tan contrastante y maravilloso; un pueblo que parece fantasma o embestido por la guerra, con casas y edificios despintados y más manchados por la derrota que por la humedad, con calles semiempedradas o semiasfaltadas -creo que no podría distinguirse la diferencia- que como tambores de guerra entonan un redoblante eco al trayecto de algún pueblerino que pasa a pie o a caballo; un pueblo que muestra los ánimos en ruina y en el que la gente -no sé si por el sol o por hastío- vive refugiada casi todo el tiempo bajo sus techos de zinc, y en el mejor de los casos, bajo las ardientes placas de paupérrimas casitas obreras. Y a pesar de ello tiene su atractivo, su verde siempre verde y limpio como los ojos de un felino que se desliza suavemente tras alguna presa ingenua; su cielo más azul que cualquier cielo, un océano lleno de inmensos espacios donde nadan, blancas y apacibles, las espumosas nubes despeinadas por las aves de rapiña; su aire… ¡oh, su aire!, puedo olerlo mientras escribo: limpio, sabroso, puro, mágicamente suave y generoso cuando se inhala; alguna vez así fue el aire en todo el mundo. A veces se dibuja entre las hendiduras de las calles algún ridículo arroyuelo que va nutriendo de cenizas y polvo sus afanosas aguas, surcando zanjas y esquivando piedras y chanclas para morir en una calle honda, donde las mujeres suelen llegar a vender sus prendas o cambiarlas por carne o granos; allí la cerveza y el guarapo se dejan beber sin mucha resistencia por los sudorosos y desnudos hombres; es como un punto de encuentro, un mercadeo de amores y de cuernos, una tienda de deseos en la que alguien le roba un beso a alguna negra entretenida y sale corriendo, pero la negra va siempre a esperar el mismo pícaro beso.

En el pasado habían llegado las reformas y con ellas un poco de desarrollo. Pasó la Carretera Central que es la arteria principal de aquél país; pusieron una heladería: de esas grandes que entras y te sientas en unas sillitas redondas de un solo pie frente a una larga y amorfa barra; abrieron una casa de cultura y de vez en cuando se les metía en la cabeza la loca idea de hacer alguna peña nocturna; hicieron un boulevard, un parquecito, una biblioteca, un cine, y lo que le dio más vida al pueblo: dos ingenios azucareros, el del norte y el del sur. El poblado fue creciendo y fueron llegando los visitantes, empresarios y pequeños inversionistas. Por suerte el ferrocarril que atraviesa también todo el país pasó justo por aquel caserío que ya conocía el fibrocemento y el asfalto. Por estos rieles se lleva y se trae mucha caña, más bastones de caña que viejos en el mundo que puedan usarlos para sostenerse. Cañas Medialuna, dulces y blandas que hacen reo a cualquiera, como un hueso a su perro; se lleva combustible de aquí para allá, de allá para acá y azúcar de torba hacia ambos rumbos; en ocasiones pasan maquinarias agrícolas: tractores, combinadas, camiones; pero lo más pintoresco y aún más frecuente que todas esas cosas, es ver o escuchar -incluso a lo lejos- al tren de pasajeros.

Hay tres maneras de saber la hora; una es por el pitido del ingenio que toca a ciertas horas de la mañana y de la tarde; otra es por “La Sierra”, una fábrica de limpieza y corte de madera que tiene por costumbre emitir una especie de silbido cada cuatro horas; y la última, por el tren de pasajeros, con sus llegadas puntuales y hasta con sus retrasos; todos pueden decir qué tren es, de dónde viene, a dónde va y hasta cuánta gente más o menos viaja en sus carros. Porque allí se sabe todo; se sabe lo que comen los vecinos, aunque a la hora de la “papa” se acuartelen, clausurando puertas y ventanas; se sabe de quién es hijo cada quién y cuánto ganan sus padres; se sabe si va a llover o no -hasta los matorrales lo saben-, incluso si hay alguien nuevo en el pueblo aprende a saberlo también; se saben los precios del mercado y los números telefónicos; se saben de memoria los nombres de casi todos y hasta de los que yacen en la necrópolis foránea. Es un pueblo de sabiondos, de niños sabiondos y viejos sabiondos. Así es Macumba, al menos lo que recuerdo; caliente como un pan recién horneado y lleno de detalles, como si tuviera pasas escondidas entre el migajón. 

Cuando se llega, te atrapa con sus cosas: el café mañanero que prepara el viejo o la vieja antes que “La Sierra” comience a silbar, es un café fuerte que sabe a hogar y sabe a trapo; el canto de los gallos mientras el joven sol abraza los jardines y fachadas; el rocío de la noche goteando de los mañaneros techos y hojas de malangas, o de los pétalos de rosas y amapolas; las lagartijas comiendo hormigas locas en el portal y un hombre por aquí o por allá que llega con una bolsa de palitroques o un litro de leche. Las tablas se convierten en cristales que dejan pasar los rayos de luz; llegan hasta el cuarto y te arrebatan el mosquitero y hasta las sábanas. Empieza a escucharse el griterío de las madres, la risa de los amigos o el ruido de bicicletas; después, poco a poco aparecen los primeros vendedores pregonando su galleta salada, queso, dulce de guayaba, mango y hasta chicharrón de viento. Así se levanta Macumba cada día, con la misma matraquilla de un reloj de colección que nunca se detiene o atrasa; envuelta en humo de tabaco y ladridos de perros; oliendo a leche caliente que se quema en la hornilla de carbón mientras se derrama del jarro y entre la burda gritería de marranos por su primer sancocho de la jornada y el fresco y dulce canto de gorriones y tomeguines.

De allá se cae un mango y se hace pedazos, un poco más lejos hay una cama de guayabas llena de moscas, y en la casa de alguien la frutabomba está cargada y no la arrancan. Es como si la tierra arrojara sus perlas al suelo porque tiene en demasía. ¡Cuántas veces recogí costales de limones, ciruelas o pepinillos de la casa de algún amigo, o jugué al quemadito con un coco seco del patio de Mercedes! Dolía, ¡pero era tan divertido! Esas son las cosas que la mente se rehúsa a olvidar y les pone fuertes grilletes para que no escapen de la memoria.

Yo acostumbraba ir a Macumba al principio de cada verano para descansar y escribir, porque allí me fluye la inspiración como la sangre. Eso tiene ese pueblo, un no sé qué de magia y ensueño que brota de su negra y húmeda tierra. Esos meses son muy calurosos allá, pero siempre hay opciones para apagar el fuego que se mete por la piel hasta dentro. Tenía que viajar mucho entre tupidos cañaverales para llegar a Macumba; cuando veía a lo lejos las chimeneas de los ingenios y empezaba a embriagarme el fuerte olor a cachaza sabía que me encontraba en la antesala de mi inspiración. Por el camino encontraba familias enteras bebiendo el néctar de la Medialuna, alguien empuñaba la mocha y racionaba el festín; mujeres y niños, hombres y ancianos, parecían un trapiche humano devorando collo tras collo los jugosos carrizos. A veces los perros me daban la bienvenida queriendo comerse las ruedas de mi carro; otras, una lluvia de bagacillo -si es que llegaba en plena zafra- que me recordaba a mi “Popo” querido.

La última vez que fui -ya hace tanto- iba dispuesto a todo; a quemarme como nunca, a bañarme en el aguacero como hacen los niños y las ranatoros, a montar bicicleta como loco hasta la casa de Cacha, de Solón y de Cristiá, a caminar a pie desnudo por el monte, tirarme de una palma al río y nadar como jicotea, subirme al tamarindo y sacudirlo con fuerza para comer esa champola que siempre extraño, montar caballo a pelo en el potrero, comer arroz con mango y embriagarme con las pergas del “Ranchón”, meterme en una torba y empalagarme con azúcar prieta o viajar en una chispita por la línea abandonada… ¡tantas cosas que había planeado hacer! Pero fue la experiencia más triste de mi vida, un recuerdo doloroso que aún hoy me lacera el alma. Yo creo que por eso me he empeñado en olvidar ciertas cosas, al menos las más dolorosas.

Ése siempre fue un pueblo tranquilo, lo más trágico que había pasado fue aquella vaca atropellada por el tren de la que sólo quedó un dominó de huesos lleno de forros. Esa vez yo iba pasando por el crucero cuando escuché la gritería. Traté de seguir al “corre corre” para descubrir a un enjambre de carniceros fileteando al animal. Por un momento había pensado que se trataba de un cristiano, el corazón me palpitaba de espanto; en Macumba todos saben cruzar las vías. En esos momentos pasan muchas cosas por la cabeza, comienzas a pensar que ha sido un suicidio, o tal vez Pura la loca que no le dio tiempo recoger una lata de entre los durmientes, quizá Jinebrita que se desplomó como tantas veces cuando está bien entonado, no sé… se piensa lo peor. Me regresó el alma al cuerpo cuando supe que sólo era una vaca y que esa noche algunos cenarían como reyes.

En aquél último viaje yo llegaba cansado y consternado. Calambio no había ido a recibirme al aeropuerto, nunca me había fallado. Cuando salí de la Aduana esperaba encontrarlo como siempre, pero no, esta vez no estaba. Me dijo que tomaría el tren de las diez de la noche para llegar a tiempo; una rutina a la que ya se había acostumbrado año con año. Tal vez se retrasó el tren - pensé-, y me dispuse a aguardar por un tiempo mientras combatía mi sofoco con una cerveza. Hice algunas llamadas y todos me confirmaron que había salido en la noche. Pero después de mucho esperar tomé la difícil decisión de emprender mi viaje a Macumba. Me lancé a la venia de Dios en un cochecito de los 50’s y me pasé todo el camino rezando para que el viejo regresara con bien. Tal vez hice mal, pero tampoco podía quedarme a vivir en el aeropuerto. Él siempre fue un hombre juicioso y puntual, así que viendo que no llegaría a tiempo buscaría la solución más viable. Yo que lo he conocido bien sabía que lo haría.

Con tanta preocupación ni disfruté el viaje. Esa vez no conté las palmas ni los puentes, no me bajé a comprar viandas como siempre lo hacía, ni tan siquiera pasé al baño. Era tanta la prisa por llegar y saber qué había ocurrido que ignoré la artística galería de cosas a lo largo del camino.

Son como siete u ocho horas desde el aeropuerto hasta Macumba y aunque llegué en menos tiempo, el camino se me hizo eterno. A veces cuando tengo que esperar mucho repaso los veinte misterios del Rosario, con jaculatorias, letanías y toda una choricera de cosas que le agrego para no desesperarme. Pero por primera vez me vi comido por el tiempo, devorado por las horas, enemigo acérrimo de mi reloj de pulsera que parecía girar de reversa como poniendo resistencia a las gomas de mi viejo carro.

En aquella bermeja tarde hice entrada en el pueblo; la misma estampa de siempre en la que sólo envejece el papel que la contiene. A lo lejos vi como siempre la chimenea del Central y parecía que veía a Calambio fumándose su puro mientras se balanceaba en un sillón todas las tardes. Tenía la esperanza de encontrarlo nuevamente así, en el portal mascando tabaco y leyendo alguna vieja revista. 

El pueblo estaba tranquilo, era como un museo cerrado; cada obra en su lugar ansiosa por recibir la mirada de algún visitante, y sin embargo, esa tarde me pareció que el contemplado era yo. Sentí la fría mirada de los postes y las casas, los árboles volteaban la cabeza a mi paso, las aceras huían como tímidas al verme y claramente escuchaba el susurro de los adoquines: -¡ahí viene, ahí viene!- sucumbiendo al forastero cacharro. Todas las cosas parecían sumidas en una sospechosa complicidad que implicaba mi persona y especialmente este viaje.

¿Y la gente? ¿Dónde está la gente? Macumba siempre ha tenido mucha vida vespertina. Por las tarde la gente sale de sus casas como topos a pasear por el pueblo y coger un poco de fresco. Podría tardarme mucho más en llegar si me dedicara a saludar a los conocidos o si persiguiera con la mirada a alguna nalga callejera. Escuché a “La Sierra” pitar, parecía toque de queda, yo era el único mataperros por allí. Unos pocos kilómetros más adelante disiparon mi incertidumbre. A lo lejos había una multitud inquieta, de aquí para allá y de allá para acá; parecían hormigas en la raspadura. Ah… estaban en la estación, casi ni podía ver el crucero. Mientras más me acercaba, más y más gente veía. Indiscutiblemente algo nuevo había ocurrido en el escenario principal de Macumba, porque si Macumba no tuviera ferrocarril, tampoco tuviera historia. ¡Otra vaca! -me dije- ¡No puedo creer que aún no se hayan extinguido!

Esa fue la última vez que fui a ese pueblo, y fue hace mucho. Por eso casi no recuerdo los detalles. Pero una vaca no junta a tanta gente, y no veía cuchillos por ninguna parte. Lo que sí recuerdo bien fue a la negra a la que le pregunté qué sucedía. Aquella mujer tenía los ojos más blancos que un queso criollo y con aquellos corpulentos brazos apuntaba a la vieja estación mientras me decía: -¡Un muerto! ¡Allí en la estación hay un viejo muerto! ¡Qué desgracia!

Los rostros flameados por el resplandor de las sirenas quedaron como cocuyos en mi oscuro recuerdo. Me estacioné donde pude, de momento olvidé la prisa y a Calambio, quería saber quién había sido el desdichado, porque conozco a casi todos los del pueblo. A penas puse un pie en el suelo cuando vi venir corriendo a mi flaca querida. Parecía loca, traía el pelo enredado y los ojos encendidos. -¡Rey, Rey! ¡Al fin llegaste! -Se me echó al cuello y me empavesó de mocos y de lágrimas.- ¡Qué desgracia! ¡Calambio murió! Cuando nos llamaste empezamos a investigar y lo hallaron muerto en la estación… ¡Oh, Rey, parecía un angelito durmiendo en su silla!, nadie se dio cuenta que estaba muerto.

Entonces me sentí más pesado que mis maletas, me desplomé en el andén como un saco mal estibado. Ella se arrodilló junto a mí y nadie podía levantarnos. Lloré como nunca en la vida había llorado, tuve que sacar jugo de las reservas para no secarme y cuando pude alzarme de mi charco caminé lentamente entre los curiosos hasta la sala de espera. Pasé como pude, esquivando comentarios de todo tipo y llegué con pies de plomo hasta el nudo de peritos. Allí estaba él, esperando todavía su tren, con la paciencia de un santo y con un boleto abierto sin fecha de regreso. Había estado casi un día entero en su incógnito estado sin que alguien se hubiese dado cuenta.

Tal vez volé a su lado en su ascenso al infinito, yo con la mente en tierra y él con el alma en las nubes, yo aterrizando mis sueños y él piloteando los suyos. Calambio había sido un padre ejemplar, siempre fue a esperarme y ahora me esperará eternamente en la estación final, en la última parada, donde todos terminaremos nuestro viaje.





-FRENTE AL ESPEJO-
Me estoy preparando para ir a la Emisora, no sé ni qué voy a decir, nunca me han hecho una entrevista. ¡Qué nervios! ¿Estaré bien vestida? Ya le dije a mi mamá que no quería fiesta, ella insiste en hacer un motivito con la familia y picar el cake. Mi madre es tan detallista, siempre me sorprende con cada cosa... ¡Tan linda!, si no fuera por ella… 

¡Ay ya, que hoy no quiero llorar! Además, ya se me está corriendo el maquillaje. [¡Mami, pásame el rímel que ya se me chorreó esta cosa! ¡Y el creyón también, mima!]

¿En qué estaba? ¡Ah, sí!, en que yo no quiero fiestas. Ni cuando cumplí quince años quise fiesta. Esa pasarela con vestidos pomposos [Gracias mami] se me hace tan cursi… ¡Como si fuéramos de aquellas épocas! Yo no, ¡solavaya!; a lo mejor puedo parecer rara, pero en verdad creo que soy más comprensiva que mis amigas. Mira a Magali, su familia tiró la casa por la ventana para celebrarle sus ‘quinces’ y hoy están con la soga al cuello pagando las deudas que les dejó la graciecita esa. Además, salió bien fea en las fotos, parecía un mamarracho. Yo le pedí a mi mamá una buena comida y más nada, ¡me di un atracón!... Además, las mujeres no somos muñecas pa’ que nos anden cambiando de ropa y exhibiendo en un álbum de mentiras. 

A mi padre no lo veo desde hace siglos, ¡uf!, ya llovió mucho, hasta me crecieron los senos y él brilla por su ausencia. La última vez que me cantó un “japi beibi” se puso bien borracho y le metió un ‘galletazo’ a mi mamá tan fuerte que la pobrecita cayó al piso desmallada. Mi abuela terminó botándolo de la casa. ¡Y qué bueno, se lo merecía! Mira que meterle a mami… ella ha sido madre y padre y se ha partido el lomo trabajando para sacarme adelante. Ya no soy una niña, yo entiendo bien las cosas. Muchas veces vi a mi madre llorando como magdalena. Cuando estaba desesperada se tiraba en la cama y decía que le dolía la cabeza; ¡como si yo fuera boba!, creía que yo no sabía que era por culpa de mi papá. Ella inventando cosas para darnos de comer y “el muy lindo” echándose fresco. Me acuerdo aquella vez que la vi haciendo un ‘fufú’ y que parecía que lo sazonaba con lágrimas, esa noche él no vino a dormir. Muchas veces me servía el plato y yo le preguntaba si ya había comido, siempre me decía que sí, hasta que un día me di cuenta que en el caldero sólo había raspa. Desde entonces le exigía que se sentara a comer conmigo y me ponía ‘ferruca’ si no me obedecía. ¡Cuántas veces no se habrá ido a dormir sin comer! Cuando nos apretaba el zapato, mami abría el escaparate y se sentaba en la cama vacilando su ajuar; al poco rato me daba una ‘jaba’ y me pedía que fuera a casa de Tania o de alguna otra amiga a ver si quería comprarlo. Poco a poco se fue quedando desnuda; hasta el vestido de terciopelo negro, que tanto me gustaba, le dio camino por unos pocos pesos y una libra de arroz. Ella vaciaba el escaparate para llenar los platos. Puedo decir que fui criada con los vestidos de mamá.

Yo nací un día como hoy; mami tenía la misma edad que yo tengo ahora, y la verdad… era un modelito, yo he visto fotos de ella y me quedo loca con el cuerpecito que tenía; aunque las muchachas de antes estaban más desarrolladas que las de hoy, ha de ser por lo que comían; con tantos químicos que hay ahora… ¡eso hace daño! Antes no, antes todo era natural, comían viandas, ensaladas… ahora todo es enlatado, eso a larga afecta el desarrollo. Sin embargo no me puedo quejar, yo tengo lo mío, y cuando salgo, paro bicicletas y tractores. A veces hasta me pongo colorada por los piropos que me echan los ‘pepillos’. Pero los hombres se alborotan con cualquier palo de escoba, todos nos miran con cara de hambre. Yo soy de las que esperan a un hombre que me quiera en verdad, que me respete y me valore por lo que soy. ¿Existirán todavía esos hombres?

Cada año mi abuela y mi mamá, religiosamente repiten la historia de mi nacimiento; dicen que recordar es volver a vivir, ¡pero avemaría… esto ya parece un rito!; que si tenía tremenda barriga, que si le daba mucho sueño, que si los antojos, que si la historia clínica, que si las piernas hinchadas, que si esto y que si lo otro… ¡tremenda matraquilla! Aunque yo tuve la suerte de nacer en un hospital, porque dice mi abuela que ella nació en un cubo, ¡qué cosas, ¿verdad?! Mi mamá tenía una barriga como balón de playa, todo el mundo decía que era hembra, que las hembras ponen la barriga picuda, y en el juego de la tijera y el cuchillo también salió lo mismo. La pobrecita casi se vuelve loca, las hembras gastan más que los varones porque a los varones los mandas a jugar ‘encueros’ y no pasa nada, pero las niñas ‘encueras’ se ven feas, aunque sea un ‘blumercito’ hay que ponerles, más las bolitas, las hebillas, los lazos, las dormilonas… ¡y todo rosado! Pero yo nací en las vacas flacas, no teníamos ni un “quilo prieto partido por la mitad”; si hubiera sido varón tendría ropitas de sobra, porque hasta entonces en la familia todos mis primos habían sido varones y se pasaban la canastilla unos a otros. Si de por sí es tremendo gasto eso de la canastilla, mucho más cuando se trata de una hembrita. Yo creo que estaba condenada a vestirme de azul, aunque el azul es mi color favorito y le hace honor a mi nombre, ¡ah… seguro por eso me pusieron así! Eso sí nunca me lo han dicho.

[¡Ya voy mija!] Mi madre quiere a fuerzas que almuerce antes de irme, pero yo cuando me pongo nerviosa no como nada porque lo vomito; mejor cuando regrese. Además, a esta hora no hay quien se espante un ‘potaje de frijol colorao’.

¿Qué me irán a preguntar? ¡Tanta ‘rebambaramba’ por un cake! [¡¿Dónde está el carnet?!] Hay un dicho que dice: “vísteme despacio que estoy apurado”, y con este ‘correcorre’... 

A mami cuando se le mete algo en la cabeza… ‘¡Ñó!’, esa mujer parece que nació compitiendo. Bueno, ella a lo mejor no, pero yo sí. Siempre dicen que yo era floja desde la barriga, que por eso no me gané la canastilla; ¡y era buena… hasta cuna y todo! Después de un mes de atenciones la habían ingresado y ya tenía fecha; los médicos decían que tal vez el 7 en la noche. En la casa todos estaban comiéndose las uñas; pero el trabajo de parto se alargó porque no dilataba. ¡Ay, no me imagino!, tuvo punzadas desde las cinco de tarde. La metían, la sacaban, volvían a correr con ella, la sacaban otra vez, y yo adentro como si nada. Ella luchaba como una fiera, pero se aguantaba todo lo que podía para que le cogiera la medianoche; un premio como ese no se puede escapar. ¡Oye… ¿quién te regala una canastilla completa hoy en día?! Y no cualquier canastilla, la más grande que un niño de este pueblo puede tener. Me imagino a la gente calculando como por julio para ver si se la ganan.

Ya como a las once de la noche se le rompió la fuente y corrieron con ella al salón de parto. Dice que cada vez que pujaba se acordaba del premio: los pañales (¡Humm!), el talquito (¡Humm!), la colonia (¡Humm!), la ropita (¡Humm!), la cunaaa (¡Hummmmmm!). A mí mejor que me hagan cesárea cuando me toque. Los hombres deberían parir y no las mujeres, p’a que sepan “lo que es bueno”. ¡Ja, me hubiera gustado ver a mi papá pariéndome! ¿Por qué siempre nos toca la peor parte?

Y entonces la reina de la pista se vio acompañada por otra barrigona, una extraña contrincante que ni siquiera tenía dolores y que entró con una sonrisa de oreja a oreja. No parecía que iba a parir sino al parque de diversiones; y las reglas eran claras, debía ser parto natural, si no, no había canastilla.

[¡Mami, ¿cómo se llamaba a la que le indujeron el parto?!] ¡Ay, Mónica, cada vez que me acuerdo de esa Mónica me da un genio!... ¡Ladrona! ¡En todos lados hay trampa! Si yo hubiera sabido, salgo hasta hablando. No debería ser la primera niña que nazca, sino la primera fuente que se rompa o todas las niñas que nazcan ese día, así también lo hacen en la iglesia el 25 de diciembre y a todos les toca algo. Esa mujer era familia de alguien, se ve que tenía palanca, porque a mi madre la dejaron en la plancha pujando sola y se fueron con la otra a sacarle la niña ‘a la cañona’. Está claro que ahí había ‘maraña’. ¡Dime tú!, dos mujeres compitiendo como en una carrera de caballos para ver quién se lleva la copa. Quién sabe si en el primer mundo se vean esas barbaridades.

[¡Ay mami, hubieras pujado más fuerte!... ¿Con quién? ¡Con nadie, con el espejo, estoy ensayando por si me preguntan algo de eso!] Ha de pensar que estoy loca, ¡hablando con un espejo!

Si no me hubiera tardado tanto, hubiera nacido primero. Cuando yo saqué la cabeza ya a la otra le estaban cortando el cordón; cuando a mí me estaban cortando el cordón, a la otra ya le habían puesto una blusita de la canastilla. Ella, la primera niña del 8 de marzo vestida de rosado, y yo, cinco minutos después, vestida de azul. ¡Pero eso fue trampa! Lo bueno es que la perdoné, y además, esa canastilla ni existe ya. Aunque mi madre sufrió más por haber perdido el premio que por haberse desgarrado un poquitico. Se peleó con los doctores y presentó un montón de argumentos en su defensa sin lograr ningún resultado. Y lo peor de todo es que a esa niña la amamantó, como a muchos otros niños del cunero, porque tenía los pechos a reventar y a mí no me daba hambre. ¡Ironías de la vida, ella me quita la ropa y yo le doy mi leche! 

Todos le decían que tenía un niño muy chulo y ella se enojaba y les enseñaba mi ‘toto’ para que vieran bien que era una hembra. ¡Claro… vestida de azul quién iba a imaginar! ¡Ay, mira qué coincidencia!, hoy también estoy vestida de azul; pero bueno, ahora sí se me nota que soy mujer. Menos mal que ya no tengo que ir por ahí enseñando el ‘toto’ aunque vaya de azul.

Estoy segura que esta vez sí me gano el cake. Ahora mismo salgo corriendo para la radio, a fin que ya tengo carnet y puedo comprobar que soy mayor de edad. ¡Quién iba a decirlo, yo con carnet! Ayer estaba jugando con fango y hoy ya soy una señorita. ¡Ay, pero no me imagino ser mamá a mi edad! Espero que cuando yo para, sea un varón y ya exista el día internacional de los hombres. Juro que me gano la canastilla, y si no, ya tengo la de mis primos que también fue mía y está bien conservadita.

[¡Oye ‘Má’, ya empezó “Acuarela Mexicana”!] Después de este programa es el premio. Mi madre y yo hemos esperado dieciocho años para salir en la radio y ganarme el cake. [¡Sí, ya voy!] ¡Qué desesperada esta mujer! Si dicen que cada año terminan en cabina embarrados de merengue porque nadie se lo lleva. ¡Qué derroche! Creo que ese cake me ha esperado todos estos años.

Ha de ser un cake grande, como de tres pisos. ¡Ojalá y tenga flores! A mí me gustan las flores de merengue, ‘cantidá, cantidá’, ésa es mi parte favorita del cake, y son azules también, ¿no será un signo? ¡Ay, seguro me escucha un ‘tongonal’ de gente! ¡Qué nerviosa estoy, qué nerviosa estoy! A ver Azul, respira, ¡ese cake ya es tuyo! ¿Y cómo me lo traigo? ¿Yo no había pensado en eso? Imagínate tú que se me caiga… [¡Mami, ¿cuánto cobra un coche desde allá?! ¡Caballero que abuso, la gente piensa que el dinero viene por la tubería del agua!] Pero no importa, es mejor asegurarme de que llegue completo. Sería una lástima… Pero en la mesa de la cocina no cabe, está muy chiquitica; vamos a tener que ponerlo en la cama y tenderle un mosquitero porque se ha ‘destapao’ un mosquerío…
[¡Es mi orgullo haber nacido…!] Esa canción me priva, parece que en México sabían mi historia cuando la hicieron porque me retrata mucho. Ya estoy lista, ¿qué hora será? [¡Mami, ¿qué hora es?! ¡¿Qué?! ¡Corre muchacha que tenemos poco tiempo!]

 -NUEVAMENTE FRENTE AL ESPEJO-
¡Caballero yo tengo que hacerme un despojo! ¡Mira que yo me apuré!… La historia nuevamente se repite. Antes que acabara “Acuarela Mexicana” salimos volando, y por más que corrimos me quedé sin cake. El vivo vive del bobo, y el bobo de su bobería.

¡¿Qué son cinco minutos, chica?, cinco minutos no es na’! ¡Óyeme, a mí no se me veían los pies…! ¡Ese cake no estaba pa’ mí, como tantas cosas en esta vida! ¡Pero quién iba a pensar eso! Claro… si tenemos la misma edad… [¡Mami, ¿cómo tú no te acordaste de la hija de Mónica?!] Así mismo, mi hermanita de leche me quitó el cake, por cinco minutos, ¡cinco minuticos! Cuando llegamos las dos, bien sudadas, nos dijeron que había acabado de entrar una cumpleañera.

¡Dieciocho años esperando y me quedé chupándome el ‘deo’! Mami siempre me decía: “cuando cumplas dieciocho te llevo a la Emisora pa’ que te ganes el cake.” Es el cake que le dan a la mujer que cumpla años el Día Internacional de la Mujer y que sea la primera en llegar a la Emisora después del programa “Acuarela Mexicana”, le hacen una entrevista y todo el mundo escucha a la afortunada… es un bonito detalle y, además me hubiera hecho popular en el barrio.

¡Qué cosas!, yo hablando frente al espejo, y aquella comiéndome el ‘mandao’; ella hablando frente al micrófono, y yo hasta me había comido ya las flores de merengue.


nunca había visto tanta gente en un sepelio

En cierta ocasión murió el alcalde de un pueblo y a sus funerales asistió mucha gente.

Mientras iban en la inmensa caravana hacia el panteón un periodista que había sido designado para cubrir el evento comentó con alguien a su lado: “Se ve que era un hombre muy querido, nunca había visto tanta gente en un sepelio”. “¡Para nada!, -repuso el otro- fue el hombre más odiado del pueblo, todos estos que ves aquí fueron víctimas de su avaricia. Nunca hubo más pobres en el pueblo como en el tiempo de su gobierno”.
Un hombre que nunca había usado trajes mando a hacer uno

Un hombre que nunca había usado trajes mando a hacer uno para una ocasión especial con un sastre de renombre y al ponerse el saco descubrió que tenía un brazo más largo que el otro.
No es una pluma cualquiera

Había una vez, un Rey que gozaba de gran prestigio y fama por sobre todos los reinos vecinos. Había logrado derrocar a bárbaros y asesinos, estableciendo un tiempo de paz y prosperidad. Las arcas nunca estuvieron tan rebosantes como entonces. Era un Rey muy bueno en el arte de gobernar… bueno para el intercambio comercial, bueno en la conquista de nuevos territorios, bueno en la administración de los bienes… y sobre todo, bueno y correcto al aplicar la justicia. Al menos todo esto se escuchaba en los pasillos del palacio.

Pero mientras él sabía empuñar el cetro, debía su éxito a la ávida destreza de su mano derecha: el escribano real.



Erase una vez, una loca

Erase una vez, una loca que vivía debajo de un puente en una colosal ciudad. Cada mañana comenzaba muy temprano sus andanzas por las calles recogiendo algún que otro trofeo de entre la basura. Portaba muy elegantemente -a pesar de sus harapos y desaliñados cabellos- unos audífonos bien adheridos a sus sucias orejas. Hablaba sola, tal vez tarareaba las canciones que escuchaba; su mirada se perdía entre sus pasos y sólo alzaba la cabeza para quejarse con el cielo por la lluvia o el fuerte sol. Todas las noches volvía al puente para pernoctar. Su única compañía eran las ratas.

 
un pájaro gigante llegó a la región

Había una vez un reino que estaba delimitado por unos gigantescos muros de piedra y en el que se vivía en completa felicidad y armonía. Nadie se cuestionaba el porqué de los muros, pues todos eran felices en aquél reino.

En una ocasión, un pájaro gigante llegó a la región y se llevó por los aires a un pequeño niño de la comarca. Entonces todos comprendieron que tras los muros había un mundo lleno de peligros y de completo infortunio. La gente hablaba de temerarios monstruos en ese mundo desconocido y la historia del niño se contaba en toda la villa, hasta que llegó a convertirse en una leyenda. Amaron más y más a aquellos muros que los defendían del amenazante mundo exterior, por lo que año con año los reforzaban y hasta embellecían.

las fábricas de niños estaban en su completo esplendor

Hace muchos años, cuando los niños se construían bien, las fábricas de niños estaban en su completo esplendor. Llovían los pedidos por aquí y por allá. Los niños eran empaquetados en su estuche original y enviados a todos los rincones y hogares que los solicitaban. Era un tiempo de prosperidad y desarrollo.

Pero un día las fábricas quebraron. Se había acabado la materia prima y la humanidad comenzó a envejecer.

Su sueño, entonces se había hecho eterno
Había una vez, al otro lado del mar, en una tierra sin nombre y sin futuro, un pequeño soñador que siempre veía sus sueños realizarse.

Cada cosa que soñaba al día siguiente se cumplía; fuera bueno o malo, lindo o feo, dulce o áspero, deseado o no. Todo se cumplía al detalle. Era como un visionario.